jueves, 22 de septiembre de 2016

Nada

Celta 2 - Sporting 1

No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si este llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada.
Friedrich Nietzsche



Nos pareció tristísimo el partido de ayer. Casi tan triste como el bofetón del Atlético de Madrid, que nos dejó marcados cinco goles en la mejilla. Nos procuró este, como aquel, un gran sufrimiento.

Dicen las crónicas -que hemos leído por encima, de reojo y esta mañana-, que estuvo el Sporting gris, defensivo; que tuvo mala suerte; que mereció empatar y sumar al menos un punto; que se mostró el árbitro casero. Las hemos vuelto a leer -un poco más atentos, después de comer- por ver si nos consolaban un poco, por ver si nos persuadían de que no había sido para tanto. Pero no nos han convencido. Después de haber visto el partido no creemos que nuestro equipo estuviese gris, ni defensivo, ni mucho menos que tuviese mala fortuna o que hubiese merecido el empate. A nosotros nos pareció, simplemente, que el Sporting no estuvo. El Sporting, en Vigo, ayer fue un fantasma.

El fútbol es un deporte muy raro. Las cosas cambian de una manera sorprendente y los equipos se comportan, a veces, de un modo tan diferente de un partido a otro que más bien parecen una veleta que se mueve cada día según sople el viento.

Tras los primeros partidos parecía sensato pensar que había este año un equipo más cosido, más preparado para subir la pelota hasta el área contraria de un modo menos pasional y esforzado. Un equipo capaz de pasarse el balón sin angustias, de conservarlo cuando fuese necesario y llevarlo de un lado a otro con cierta pulcritud. Eso nos parecía. Luego llegó lo del Calderón, pero pensamos que ante Griezmann era razonable que ocurriese algo así. Pero llegó el partido de ayer, y el chasco ha sido tremendo. 

Ante un Celta melancólico y tristón, incapaz de forzar otra cosa que no fuesen saques de esquina, el Sporting -hay que confesarlo- jugó de un modo lamentable. La primera parte nos pareció tan desafortunada, que hubo momentos en los que llegamos a pensar que nuestros jugadores acababan de enterarse de la naturaleza de este deporte, de sus reglas, sus movimientos, sus peculiaridades. Fallaban los pases tan a menudo, se mostraban tan torpes en el momento de elaborar una jugada -que yo contase, con ese nombre solo podríamos calificar dos o tres-, que aquello resultaba desolador.

Vivía el Celta de los córners. Los dos primeros los remató de la misma forma: un jugador celeste solo y cómodo en el centro del área. La primera vez hizo una bonita parada Cuéllar; la segunda el balón salió desviado. Por qué razón no botaron el tercero del mismo modo, viendo la facilidad con que los remataban, es otro de esos misterios de los que hablábamos. Mientra tanto, el Sporting, nada.

Luego, en la segunda parte todo siguió más o menos igual hasta que se resbaló Lillo, un extremo del Celta -ya estaba tan aburrido que ni me fijaba en qué jugador hacía esto o lo otro- entró en el área con facilidad, pasó el balón atrás y un defensa remató a gol. Nos dolió como una herida abierta. Ahí, pensamos con fatalidad, se acababa el partido.

Sin embargo, sabemos de las extravagancias del fútbol. A pesar de lo que estábamos haciendo -repito, nada-, quién sabía. Los hinchas somos así de tarados. A pesar de las evidencias mantenemos las más vanas esperanzas. A pesar del sufrimiento que nos estaba procurando la contemplación del partido de nuestro equipo del alma, continuamos viéndolo. Y efectivamente, un defensa del Celta cometió un penalti. Lo lanzó Cop magníficamente. Sin hacer nada, volvíamos a empatar. Pensamos entonces que la cosa acabaría con ese resultado.

No fue así. Amorebieta, que está demostrando ser un buen defensa, decidió vivir peligrosamente y tirarse al suelo dentro del área. El árbitro pitó penalti. Tal vez lo fuese. También Aspas lo lanzó magníficamente. 2-1. Fin y tristeza y hasta el próximo partido..., contra el Barcelona.



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