sábado, 19 de marzo de 2016

Gol cantado

Sporting 2 -  Atlético de Madrid 1


Todo puede pasar mientras un futbolista acumule ilusiones y fantasías, utopías y suposiciones

Juan Tallón

Volví a llegar tarde al comienzo del partido. De nuevo tuve que peregrinar, como en la primera vuelta, por los bares del barrio sin encontrar donde sintonizasen el partido. En muchos tenían las televisiones apagadas; en otros preferían escuchar qué tiempo hará en la Semana Santa; dos o tres, anglófilos, habían elegido el Leicester City-Crystal Palace. Así fui, de bar en bar, bajo un cielo cubierto por unas nubes nazarenas y tristísimas, hasta que encontré uno pequeño, anónimo y sin personalidad, donde se veía una imagen soleada de El Molinón. Los parroquianos no hacían caso de la tele y miraban pasar esas nubes deprimentes, apostando cuántos minutos tardaría en romper a llover.

Empezó bien el Sporting, con tres centrocampiasta laboriosos y entusiastas. Parecía, como tantas otras veces, que llevábamos la iniciativa. El Atlético no nos molestaba. Nosotros a ellos tampoco. Así hasta que en una falta al borde del área se demostró la difrencia entre los presupuestos de los dos equipos. Grizman, un delantero de lujo, la colocó en la escuadra, como deben de colocar las joyas en los escaparates de la rue Voltaire, en París.... El Sporting, como un mendigo acostumbrado a la intemperie,  no sintió el golpe y continuó a lo suyo, con las mismas ganas pero poquita voz.

Al Sporting, se está viendo, lo puede ganar cualquiera. Ahora, por mucho y por muy repetidamente que nos venzan, lo que parece que nadie va a lograr, parafraseando a Unamuno, será convencernos. Nadie va a convencernos de que no podamos ser un equipo de primera.

Esto quedó sobradamente demostrado en la segunda parte. Jugó el Sporting con paciencia desusada, con los jugadores convencidos de ser, sino de lujo, sí dignos de una competición como esta. Ni más que nadie, pero tampoco menos. Tal vez nos ayudó cierto aire condescendiente del Atlético, cierto cansancio por el partido del martes que tuvo que resolver en los penaltis. Tal vez. Pero el Sporting siguió jugando con humildad y paciencia, pobre pero limpio -salvo alguna falta un tanto aparatosa-. Se hizo con el balón -al final, un 60% de posesión, lo nunca visto-. Comenzó a llegar por las bandas, no solo por una, y, poco a poco, paso a paso, consiguió acercarse al área del gran Oblak, portero de lujo. Hasta que cobramos un par de faltas al borde del área y en la segunda conseguimos el empate.

No estábamos dispuestos a quedarnos ahí. Nos recordó entonces nuestro equipo a esos cantantes de chigre que comienzan tímidamente, cantan una, toman un trago, cantan otra, y luego otra, y otra más, y ya no paran hasta la madrugada, enlazando una tonada con otra. Al poco, nos sonrió la suerte -Giménez se rompió en una carrera y dejó el camino libre a Sanabria rumbo a la portería- y nos volvió la espalda, casquivana y caprichosa, en la misma jugada, cuando Carlos Castro, en la misma línea de gol, falló un gol cantado. A pesar de ser un jugador espléndido, lleno de ilusión y fantasía, capaz de las jugadas más utópicas y de grandes suposiciones, se le quebró la voz y le salió un gallo descomunal. Envió el balón al larguero. Sin embargo, no sé por qué razón, sentimos que habría otra oportunidad, otra nota que cantar, y que en esa no erraría. Efectivamente, un minuto antes de los cuarenta y cinco, la canción fue aún más bonita, uno de esos dúos que suelen entonar Isma López y Jony acodados en la izquierda de la barra. Le llegó la melodía a CC a ras de suelo. ¿Qué sentiría CC al verla llegar? Tal vez un poco de miedo. Probablemente pensó que es imposible fallar dos goles tan cantados como esos en un mismo partido. Así que lo metió. Fue también un poco como si hubiese salido ileso de un tremendo accidente y la vida le concediese una segunda oportunidad. 

Fue de esta manera, justa y emocionante, como volvimos a ganar.


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sábado, 12 de marzo de 2016

Querer y no poder

Málaga 1 - Sporting 0

Quien puede, quiera. Quien quiere, pueda

Cervantes


Los hinchas somos, por naturaleza, supersticiosos y ridículos. Por esa razón entendimos como un mal augurio que la tele no se viese a la hora del comienzo del partido. Nerviosos, sintonizamos en el ordenador la RTPA, no fuese a suceder algo extraordinario mientras nosotros andábamos a oscuras. Antes, en mi infancia, los locutores coloreaban de tal modo sus relatos que daba gusto escucharlos. Al no tener la competencia de la televisión podían darse el gusto de contar el partido como les diese la gana, concediéndole a muchas jugadas un relieve y una emoción que estaban lejos de poseer. De eso nos dimos cuenta más tarde, cuando algún partido televisado lo seguimos al mismo tiempo por el transistor. ¡Qué imaginación le echaban aquellas voces prodigiosas a los encuentros! Jugadas anodinas que se desarrollaban lejísimos del área, las transformaban ellos en maniobras maravillosas y llenas de peligro. Cuánto les debemos. Hoy, sin embargo, al televisarse todos los partidos, esa posibiliad de fantasear y mejorar de ese modo la vida ya no es posible. Los herederos de aquellos locutores saben perfectamente que quienes los escuchan también están viendo, en HD y con toda clase de detalles y repeticiones,  lo que ocurre en el campo, y, claro, ya no pueden poner nada de su propia cosecha. La realidad se impone. De manera que las retransmisiones se han vuelto lánguidas y llenas de silencios o, mucho peor, de largas tiradas de publicidad. Apenas nos enteramos de lo que ocurría. Solo sacamos en claro que iban empatados a cero y que el Sporting se movía con soltura.

Recuperamos la señal de la tele a los siete minutos. Efectivamente, no estaba jugando mal el Sporting. Ni bien ni mal. Como el Málaga. Era un partido que estaba pidiendo a gritos un locutor de los viejos tiempos. El Sporting lo intentaba, sobre todo a través de esa pareja artística que forman Jony e Isma. Pero apenas conseguían nada. De esta manera, como tantas veces en los partidos de nuestro equipo, el juego comenzó a marchitarse. El equipo lo intentaba. Los centrales se mostraban serios y contundentes; los laterales iban y venían, como mensajeros aplicados; el centro del campo intentaba mirara hacia delante pero casi siempre acababa por jugar hacia atrás; Ndi, en la media punta, jugaba también de espaldas, tratando de recoger el balón del altillo donde se lo colocaban sus compañeros; Jony se mataba a correr; Carmona, con esas maneras suyas de delineante formal y pulcro, intentaba levantar algún plano; Sanabria se sentía tan solo que bajaba a defender, también de espaldas a la portería del Málaga. Y Cuéllar hace tiempo ya que no para ningún gol imparable. Que fue lo que sobrevino en el minuto 25 del primer tiempo. Sucedió después de una de esas jugadas clásicas del Sporting en la que pierde la pelota tres o cuatro veces seguidas en una misma jugada. Parece entonces como si el balón les quemase, tal que carbón ardiendo, y no hay nadie capaz de domarlo. Apagó el fuego un tal Juanpi, que recogió el balón, sopló los rescoldos y lanzó un zurdazo tremendo que nuestro portero no pudo parar. 1-0.

Luego ya fue todo un querer y no poder. Se escoró el Sporting a la izquierda, como si la banda derecha estuviese cerrada por obras, y lo intentó de todas las maneras por allí. Jony, Isma López, Mascarell, Ndi, Sanbria, todos trataron de colarse en el área enemiga por ese flanco. Sin fotruna alguna. En esos minutos -el 28, el 31, el 33, el 39, el 44- parecía nuestro equipo como esas gentes que, completamente sordas de un oído -en este caso el derecho-, se pasan la vida inclinados hacia su lado bueno -en este caso el izquierdo-, por ver de oír mejor lo que les dicen...

En el segundo tiempo, pasó un tiempo en el que no pasó nada. Luego salió Halilovic y recuperamos el oído derecho. Un poco. Antes ya Lora se había aventurado por ese carril y consiguió poner un centro dulce a la cabeza de Sanabria. Remató este bien, fuerte y picado, pero el arquero Ochoa, el mundialista afortunado, despejó el balón a córner. Sin embargo, tuvo que ser por la izquierda por donde llegase nuestra mejor oportunidad. Un pase estupendo de Jony que Pablo Pérez remató de primeras. La volvió a parar, con mérito, el mundialista Ochoa, pero se quedó el balón franco a los pies de Carlos Castro. Remató este con fuerza y determinación, aunque con tan mala fortuna que se le tropezó en el poste y la pelota salió rebotada al borde del área. La recogió allí Halilovic, que la golpeó con igual determinación y fuerza. Buscaba la portería ese balón, pero no sabremos nunca si Ochoa también la habría parado o se habría convertido en el gol del empate. No lo sabremos jamás porque fue a tropezarse en Carlos Castro, que aún estaba en mitad del área, preguntándose cómo había podido fallar aquel remate tan franco... Como nuestras ilusiones, el balón se perdió fuera de puerta.

Por aquel entonces el Málaga vivía abrigado en su campo, fiando un segundo gol a alguna jugada de contragolpe. No llegó ese gol, como tampoco el empate del Sporting. En los minutos de descuento, una mano en el área del Málaga debería haber sido penalti. Ni al árbitro ni al linier les pareció como a nosotros. Terminó el partido. Nuestro equipo no jugó ni bien ni mal. Ojalá fuese el mundo como don Quijote pedía en la cita que abre esta crónica. Que quien quisiera pudiese, que quien pudiese, quisiera. El Sporting, hoy, quiere pero no puede. Y está convirtiendo las derrotas en una costumbre. En esta vida, lo normal, decía Stevenson, es perder. Pues eso.


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lunes, 7 de marzo de 2016

Tópicos

Sporting 0 -  Athletic de Bilbao 2

¿Qué los pasa que no metís goles?
 
Un aficionado anónimo, en un campo de La Mancha

Como sucede en la vida y en la literatura clásica -no se sabe a ciencia cierta si primero en la una y luego en la otra o al revés- el fútbol está rodeado de tópicos. En los partidos de fútbol -como en la vida y en la literatura - pasan siempre, más o menos, las mismas cosas. Si a menudo resultan emocionantes es por cómo se desarrollan esos acontecimientos. Lo realmente interesante, en un partido de fútbol, no suele ser el qué, sino el cómo. Los hechos acostumbran a ser, lo repetimos, siempre los mismos: un gol temprano o en el descuento, un penalti, una falta al borde del área, un regate, una carrera, un fallo grueso, un rebote, el acierto o el fallo de un árbitro... Estas repeticiones dan lugar a un buen montón de lugares comunes que podemos escuchar cada semana en las crónicas deportivas y en las ruedas de prensa. De todos ellos, el que más me gusta es ese de "el fútbol es así".

Otro de estos tópicos reza que no es nada raro que cuando mejor esté jugando un equipo, de manera paradójica y sorprendente, reciba un gol en contra. Domina tu equipo el partido y, en una jugada aislada, generalmente un contraataque fugaz, le clavan un puñal por la espalda. El fútbol es así. 

Eso fue exactamente lo que sucedió ayer en El Molinón, en el minuto 13 de la segunda parte. Después de una primera para el olvido, deprimente para cualquier hincha sportinguista, se inició el segundo con nuestro equipo transformado. No se puede saber si la causa fue la arenga de Abelardo en el descanso, o el orgullo herido de unos chavales que se habían visto ninguneados clamorosamente, o incluso que tan pobres les debimos de parecer al Bilbao, que no quiso ensañarse y se acomodó, seguro de su victoria. Como decía Tolstoi de los grandes acontecimientos históricos, nunca hay tras ellos una sola causa, sino varias y múltiples, que al trenzarse unas con otras, los provocan. Así que, siguiendo al conde, seguramente fue una combinación de esos tres factores, más algún otro que se nos escapa, la que provoco semejante cambio. 

El caso es que comenzó el Sporting el segundo acto de la tragedia desconocido y mandón. Se adueñó del balón y sus centrocampistas empezaron a funcionar a todo trapo, dinámicos y seguros. Cuando recibían un balón o lo recuperaban, no se lo quitaban de encima como al inicio, que parecía que les daba grima tocarlo. Al contrario, le susurraban dulcemente cuál era la dirección que debía seguir y se lo pasaban entre sí más de tres veces seguidas sin perderlo. Parecían otro equipo. Eso sí, hay que señalar que tampoco les sirvió esta nueva forma de jugar para conseguir alguna oportunidad de gol. Ayer, el portero del Athletic podría haberse llevado a la portería todos los periódicos del domingo, con sus gruesos suplementos, y leérselos de cabo a rabo, distraído del juego y apoyada la espalda en uno de los postes. Habría dado igual.

Pero en esas estábamos, con el Sporting ejerciendo de amo del balón, cuando en una jugada aparentemente sin importancia el Athletic nos metió la puñalada. 0-2.

Se produjo entonces un violento flashback y volvimos todos al primer tiempo, el tiempo del dominio apabullante e incontestable del Bilbao, un equipo serio, vestido de negro, sólido y adulto, que se manejaba como un hombre de mundo frente a unos adolescentes perdidos y atolondrados que buscaban, sin encontrarlo, su lugar en él. Ante semejante saber hacer, se pasó el Sporting todo ese rato achicando agua. 

Le han salido al equipo, estas últimas jornadas, unas goteras enormes por todos lados. En la portería, que aparece ahora más abierta que nunca y con muchas corrientes de aire; en la delantera, que se ha vuelto un lugar frío, solitario y desapacible; en el centro del campo, igual que uno de esos salones de pasos perdidos que había en los viejos palacios.

Había declarado Abelardo, antes del partido, que quería que su equipo dominase y tuviese el balón. Lo consiguió algo más de diez minutos, en el segundo tiempo. Había alineado para ello a Halilovic, pero lo volvió a colocar del salón en el ángulo oscuro, y apenas lo vimos. Apenas vimos nada de nuestro equipo. En la primera mitad, solo una ocasión de gol, un robo de balón de Rachid y un pase rápido y fulminante que dejó solo a Sanabria frente al portero. Abandonó este el dominical y salió a tapar su portería. Y aunque Sanabria salvó esa salida, le penalizó no ser zurdo y envió la pelota fuera, rozando el poste donde tenía Iraizoz el resto de los periódicos. 

Y ya no pasó casi nada. Solo apuntar aquí, como aquella rama verdecida de Machado, esos diez minutos de la segunda parte y un túnel que se sacó Carlos Castro de su chistera y que casi le deja solo frente al portero. Casi, porque al final se aturulló y todo quedó en humo.

De las quejas airadas de Granada solo sacamos la expulsión injusta de un contrario cuando ya perdíamos irremediablemente 0-2. Magro botín. Ahora, cada vez restan menos partidos y cuesta recordar cuándo fue la última vez que cantamos una victoria. Y resuena, en nuestra cabeza de hincha apesarado, un viejo tópico: tempus fugit.


www.sport.es


sábado, 5 de marzo de 2016

El grito

Granada 2 Sporting 0


Nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura, y no hay alma que no sea capaz de  levantarse de su asiento
 
Cervantes, en el Persiles

Como ya ha quedado dicho otras veces, al cronista estos partidos de liga que se programan entre semana le parecen contranatura. Un partido de liga en jueves le parece incomprensible. De manera que empezó a ver este con enorme escepticismo y rodeado de negros presagios.

Comenzó, como tantos, con un fútbol mudo, callado, sin lengua ni lenguaje. Con un fútbol sordo, átono, sin música ni oído. Un fútbol sordomudo. Un fútbol de jueves por la tarde. Hubo una galopada de Jony por su banda que acabó en un pase estéril; dos intentos de tiro de Lora y Mascarel que ni siquiera alcanzaron la portería del Granada porque se estrellaron en el dique de los defensas. Nada más. Todo lo demás, silencio. El Granada, por su parte, acertó a coser dos o tres jugadas, que también murieron sin consecuencia ni estruendo, en el borde del área del Sporting, como las olas del mar en verano. Nada más. Todo lo demás, silencio. La atonía vino a quebrarla Cuéllar, que, tras un choque con Costa, empezó a sacudirse cada pelota que le llegaba como si estas fuesen avispas y él alérgico a su veneno. Ahí, en esa clase de jugadas, podría haber sucedido algo. Pero no. Nada. Silencio y desolación. El primer remate del Sporting ni siquiera fue obra de un jugador gijonés, sino un cabezazo de un defensa nazarí -¡qué bonita palabra!- que desvío una pelota a córner. Corría el minuto 44. El córner se sacó, como deben decir los cronistas, sin consecuencias. Y así concluyó el primer tiempo.

Aprovechó el cronista para irse a cenar pensando que, si continuaba el Sporting jugando de ese modo, el gol era una quimera. Un imposible. Había jugado mal. El Granada, también. "¿Cómo una ciudad tan bonita puede tener un equipo que juegue tan feo?", se preguntaba el cronista mientras se preparaba un bocadillo de jamón y queso. Entró en la cocina la mujer del cronista y se pusieron a hablar de esto y aquello. Al rato apareció P., el hijo del cronista: "El partido ya ha empezado", le anunció. Dejó entonces el cronista lo que le restaba del bocadillo en la mesa y salió corriendo a ponerse delante de la tele. "Llevan ya diez minutos", le gritó su hijo. Mientras se acercaba al estudio iba pensando el cronista que todo lo que no había pasado durante la primera parte habría sucedido en esos pocos minutos, y se lo habría perdido. Suele suceder. Estás una hora viendo un pestiño y cuando apartas un segundo la vista, bien para mirarte los pies, bien para contemplar el techo o las musarañas, surge la jugada maravillosa y el gol excepcional. Así esta vez, pues aunque el marcador continuaba del mismo modo, con el doble bostezo de ese cero a cero, al parecer Mascarel había ejecutado un lanzamiento prodigioso que, tras estrellarse en el larguero, fue  recogido por Sanabria, que lo convirtió en gol. Desafortunadamente, al árbitro y al linier les había parecido fuera de juego y lo habían anulado. Continuaba por tanto el doble bostezo: 0-0.

Salvo ese lance que el cronista se había perdido, la segunda mitad transcurría de la misma manera que la primera. Ninguno de los dos equipos era capaz de resolver el jeroglífico que les proponían las defensas correspondientes. Las porterías contrarias quedaban muy lejos. Como un país ignoto del que ni siquiera se puede estar seguro de su existencia. 

Llegaron los cambios. Entró Halilovic. Entró Barral. La diferencia entre estos dos jugadores es enorme. Uno es una joven figura llena de talento. El otro es un veterano soldado de fortuna lleno de experiencias y resabios. Comenzó, entonces, el teatro. Simuló Barral una caída en el área, el árbitro pitó penalti, expulsó a Abelardo por sus protestas airadas, marcó esa falta trágica el Granada y ya nos podríamos haber ido todos a nuestros quehaceres. A pesar de ir perdiendo, el Sporting fue incapaz de crear una sola jugada que alentase la ilusión del empate. Luego, la expulsión de Sergio Álvarez o el segundo gol de los andaluces fueron solo dos complementos circunstanciales. 

Pitó el árbitro el final, pero el partido todavía no se había acabado. La mejor jugada del Sporting la realizó su entrenador en la sala de prensa. Si el equipo no había dicho ni mu en el campo, ahí estaba su entrenador para coger la palabra y hablarles alto y claro a los desesperanzados hinchas. Fue una actuación colosal, un monólogo shakespereano.  No pretende decir con esto el cronista que Abelardo hiciese lo que Barral en el área del Sporting. Ni mucho menos. Lo de Barral fue una mala actuación bendecida por un crítico distraído. Lo de Abelardo, en cambio, es evidente que le salió de las entrañas. Sin embargo, aunque espontánea, fue una actuación teatral. La hipérbole de los cincuenta partidos, las lágrimas que dijo de los jugadores -que serían más bien palabras gruesas y patadas contra la pared-, el recuerdo de los más de cien años de historia del club, ese grito final que anuncia a los hinchas la futura salvación... Todo el silencio del equipo lo transformó él en un gran grito de rabia, un grito de desesperación para conjurar la realidad de un partido triste, mustio y destartalado...


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