viernes, 22 de abril de 2016

Citius, altius, fortius

Sporting 2 - Sevilla 1

Mirar lo que está pasando impide ver lo que no pasa, es decir, lo que nunca deja de pasar.

Azaña


Incluso por la televisión imponen los jugadores del Sevilla. Altos, atléticos, poderosos, podrían  dedicarse también al baloncesto, al fútbol americano o a los pases de modelos. De manera que en directo, desde las gradas, impresionarán aún más. Y no me imagino lo que pensarían al salir al césped gentes como Lora, Isma López, Halilovic, Nacho Cases o Meré, bravos jugadores sin duda, pero que no se distinguen precisamente ni por su altura ni por lo cuadrado de sus espaldas, al menos aparentemente y desde la distancia de una retransmisión televisiva.

Además de esas cualidades físicas, a nadie se le escapa que al Sevilla le adornan grandes virtudes técnicas. Componen, esos gallardos jugadores, un muy buen equipo de fútbol. 

El partido fue, al menos al comienzo, una lucha desigual entre los físicos y sofisticados jugadores andaluces, que llegaban trenzando artísticamente las jugadas, y con peligro evidente, al área de Cuéllar, y nosotros, los aguerridos astures, que lanzaban balones largos contra el área contraria. Balones que se estrellaban contra los acantilados de mármol de la defensa sevillista, como las olas rompen contra estos y se deshacen en espumas... Le pasó a Jony un par de veces antes de que el lateral dercho de ellos, un tal Mariano, se colase velocísimo por su banda y pusiese un centro al área que desvió ligeramente Segio Álvarez y le cayó a los pies de Iborra -enorme y habilidoso-. Remató este limpia y sabiamente, allí donde Cuéllar no podía llegar de ningún modo.

Llovía a cántaros sobre El Molinón, y nos entraron ganas de acompañar a esa lluvia con nuestras lágrimas. Todavía era el minuto siete, y ya parecía que nos iban a amortajar.

Abandonó entonces el Sporting esos ataques larguísimos y áreos y decidió explorar los caminos de tierra. Comenzó a jugar a ras de hierba y dibujó unas cuantas jugadas de billar muy meritorias. Se cobró unos cuantos córners y empujó a los atléticos adonis sevillistas hacia el borde de su área. Esta parece ser, afortunadamente, la divisa de nuestro equipo: "Ante la adversidad, no rendirse jamás".

Así las cosas, la marea sportinguista, alentada por esa mareona tan famosa, comenzó a subir cada vez con más fuerza hasta que en el minuto veintiuno consiguió erosionar el lado derecho de la defensa sevillista y cantamos el gol del empate. Fue, como tantas veces, una incursión de Jony, que pisó el área con saña y centró venenoso. La pelota dio en un defensa polaco enorme y de nombre impronunciable, y se coló en su portería.

Se molestó el Sevilla y amenazó con unas cuantas jugadas de mérito; contestó el Sporting presionando bien, robando el balón con mayor frecuencia de lo que es habitual ante estos equipos principales, y asomándose al balcón de su área con cierta regularidad. Acumuló algunas oportunidades meridianas el equipo andaluz, remató desde el borde del área tres veces, tal vez hubiese algún penalti por agarrón evidente a unas de esas torres que juegan de delanteros -¡qué planta la de Llorente!, ¡qué árbitro tan compasivo!-, pero se llegó al fin del primer tiempo sin sufrir más herida que aquella tan temprana.

Nos fuimos a cenar, para hacer acopio de fuerzas, pues barruntábamos que la íbamos a necesitar, tantas o más que los propios jugadores.

Efectivamente, la segunda parte fue también movida y exigente. Llegaban unos y otros, más claramente los sevillistas, aunque fue Sanabria quien estuvo a punto de marcar el gol al llevarse un pase largo y, solo ante el portero, intentar una vaselina que, desafortunadamente, se le fue algo alta.

Fue una lucha noble y esforzada entre unos gigantes finos y unos críos indomables y poseedores de una fe ciega. Paró algunos balones difíciles Cuéllar, falló algunos goles fáciles Llorente. Luego, entró Banega... Eso nos produjo, confesémoslo, cierto miedo. Lo tenemos por un jugador excepcional. Uno de esos magos capaces de hacer esfumarse el balón entre sus pies y hacerlo reaparecer entre los de su delantero centro, solo ante el portero. Pensamos que ya no íbamos a oler la pelota. Es un caso de jugador problemático y artista. Se le conoce un comportamiento rarísimo en la vida cotidiana -una vez se atropelló a sí mismo y con su propio coche en una gasolinera-, pero en el campo de fútbol es un hombre ejemplar. Actúa como cualquier entrenador desearía.

Sin embargo, no fue así. Banega se difuminó con la lluvia y el partido continuó por donde había discurrido, abierto y entretenidísimo, con oportunidades para unos y otros. Fallaron Ndi y Carlos Castro y si no marcaba el Sevilla solo se puede explicar porque en el fútbol, a veces, los milagros se producen de un modo natural. Incluso los milagros dobles, como los güisquis en las viejas películas. En el descuento, cuando ya el partido y el Sporting morían sin remisión, Isma López marcó un gol. Puede que dé la impresión de que en esta vida siempre vencen los más poderosos, pero no debe de ser así. Algo hay en los débiles y menesterosos que los hace seguir a flote mucho, mucho más tiempo de lo  que uno habría imaginado. Y nunca se sabe hasta dónde pueden llegar.


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