sábado, 5 de marzo de 2016

El grito

Granada 2 Sporting 0


Nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura, y no hay alma que no sea capaz de  levantarse de su asiento
 
Cervantes, en el Persiles

Como ya ha quedado dicho otras veces, al cronista estos partidos de liga que se programan entre semana le parecen contranatura. Un partido de liga en jueves le parece incomprensible. De manera que empezó a ver este con enorme escepticismo y rodeado de negros presagios.

Comenzó, como tantos, con un fútbol mudo, callado, sin lengua ni lenguaje. Con un fútbol sordo, átono, sin música ni oído. Un fútbol sordomudo. Un fútbol de jueves por la tarde. Hubo una galopada de Jony por su banda que acabó en un pase estéril; dos intentos de tiro de Lora y Mascarel que ni siquiera alcanzaron la portería del Granada porque se estrellaron en el dique de los defensas. Nada más. Todo lo demás, silencio. El Granada, por su parte, acertó a coser dos o tres jugadas, que también murieron sin consecuencia ni estruendo, en el borde del área del Sporting, como las olas del mar en verano. Nada más. Todo lo demás, silencio. La atonía vino a quebrarla Cuéllar, que, tras un choque con Costa, empezó a sacudirse cada pelota que le llegaba como si estas fuesen avispas y él alérgico a su veneno. Ahí, en esa clase de jugadas, podría haber sucedido algo. Pero no. Nada. Silencio y desolación. El primer remate del Sporting ni siquiera fue obra de un jugador gijonés, sino un cabezazo de un defensa nazarí -¡qué bonita palabra!- que desvío una pelota a córner. Corría el minuto 44. El córner se sacó, como deben decir los cronistas, sin consecuencias. Y así concluyó el primer tiempo.

Aprovechó el cronista para irse a cenar pensando que, si continuaba el Sporting jugando de ese modo, el gol era una quimera. Un imposible. Había jugado mal. El Granada, también. "¿Cómo una ciudad tan bonita puede tener un equipo que juegue tan feo?", se preguntaba el cronista mientras se preparaba un bocadillo de jamón y queso. Entró en la cocina la mujer del cronista y se pusieron a hablar de esto y aquello. Al rato apareció P., el hijo del cronista: "El partido ya ha empezado", le anunció. Dejó entonces el cronista lo que le restaba del bocadillo en la mesa y salió corriendo a ponerse delante de la tele. "Llevan ya diez minutos", le gritó su hijo. Mientras se acercaba al estudio iba pensando el cronista que todo lo que no había pasado durante la primera parte habría sucedido en esos pocos minutos, y se lo habría perdido. Suele suceder. Estás una hora viendo un pestiño y cuando apartas un segundo la vista, bien para mirarte los pies, bien para contemplar el techo o las musarañas, surge la jugada maravillosa y el gol excepcional. Así esta vez, pues aunque el marcador continuaba del mismo modo, con el doble bostezo de ese cero a cero, al parecer Mascarel había ejecutado un lanzamiento prodigioso que, tras estrellarse en el larguero, fue  recogido por Sanabria, que lo convirtió en gol. Desafortunadamente, al árbitro y al linier les había parecido fuera de juego y lo habían anulado. Continuaba por tanto el doble bostezo: 0-0.

Salvo ese lance que el cronista se había perdido, la segunda mitad transcurría de la misma manera que la primera. Ninguno de los dos equipos era capaz de resolver el jeroglífico que les proponían las defensas correspondientes. Las porterías contrarias quedaban muy lejos. Como un país ignoto del que ni siquiera se puede estar seguro de su existencia. 

Llegaron los cambios. Entró Halilovic. Entró Barral. La diferencia entre estos dos jugadores es enorme. Uno es una joven figura llena de talento. El otro es un veterano soldado de fortuna lleno de experiencias y resabios. Comenzó, entonces, el teatro. Simuló Barral una caída en el área, el árbitro pitó penalti, expulsó a Abelardo por sus protestas airadas, marcó esa falta trágica el Granada y ya nos podríamos haber ido todos a nuestros quehaceres. A pesar de ir perdiendo, el Sporting fue incapaz de crear una sola jugada que alentase la ilusión del empate. Luego, la expulsión de Sergio Álvarez o el segundo gol de los andaluces fueron solo dos complementos circunstanciales. 

Pitó el árbitro el final, pero el partido todavía no se había acabado. La mejor jugada del Sporting la realizó su entrenador en la sala de prensa. Si el equipo no había dicho ni mu en el campo, ahí estaba su entrenador para coger la palabra y hablarles alto y claro a los desesperanzados hinchas. Fue una actuación colosal, un monólogo shakespereano.  No pretende decir con esto el cronista que Abelardo hiciese lo que Barral en el área del Sporting. Ni mucho menos. Lo de Barral fue una mala actuación bendecida por un crítico distraído. Lo de Abelardo, en cambio, es evidente que le salió de las entrañas. Sin embargo, aunque espontánea, fue una actuación teatral. La hipérbole de los cincuenta partidos, las lágrimas que dijo de los jugadores -que serían más bien palabras gruesas y patadas contra la pared-, el recuerdo de los más de cien años de historia del club, ese grito final que anuncia a los hinchas la futura salvación... Todo el silencio del equipo lo transformó él en un gran grito de rabia, un grito de desesperación para conjurar la realidad de un partido triste, mustio y destartalado...


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