lunes, 9 de noviembre de 2015

Solo era un punto

Atlético de Madrid 1 - Sporting 0


Poco dura la alegría en la casa del pobre
Refrán

Al comienzo, antes incluso de que el partido empezase, pensaba que la derrota era cosa segura. Incontestable. Pensar en cualqueir otra cosa, incluso para un aficionado imaginativo como yo, resultaba una fantasía desmesurada. Como las hipérboles. 

Al final, en cambio, dos minutos antes de que el partido se acabase, pensaba que ese punto, ese modesto punto como un mendrugo de pan, ya no nos lo quitaba nadie de la boca y que nos iba a saber a gloria. 

Me equivoqué dos veces. 

Decidí verlo fuera de casa. Lejos de El Molinón y fuera de casa. El equipo y yo. No sé por qué razón, pensaba que digeriría mejor la derrota segura en un bar, solitario entre la afición atlética. Imaginaba que esta llenaría las cafeterías y tabernas. Elegí la irlandesa que hay en el barrio. Cuando llegué, la afición atlética estaba ausente. Apenas una docena de parroquianos, absortos en sus conversaciones, y en las televisiones -cinco de distintos tamaños-, el Albacete-Córdoba.

-¿Vais a poner el partido del Atleti?-le pregunté a una camarera distraída y lánguida.
-¿El del Atleti? Me parece que sí...-me contestó un tanto ausente.

De manera que le pedí una cerveza. Sin embargo llegó la hora del partido y en la tele continuaba el partido del equipo de la ciudad, al que nadie hacía caso. Insistí.

-No sé-me explicó- El jefe no está, y hasta que no venga... 

Me bebí la cerveza de un trago, pagué sin decirle nada y me eché a la calle, cagándome en la lánguida camarera, en su jefe ausente y en todos los demonios. 

Apreté el paso y en unos minutos di con un bar, al lado de la Catedral, en el que lo estaban emitiendo. Tampoco había allí señal alguna de la tan alabada afición colchonera. Solo media docena de bebedores acodados en la barra y absortos en sus conversaciones. Pedí otra cerveza y me acomodé frente al televisor más grande -había cuatro-. Corría ya el minuto once del partido. Todavía empataban a cero. Pensé que la afición del Atleti está muy sobrevalorada.

Si estaba tan convencido de la derrota en aquellos momentos se debía a que el enfrentamiento me parecía muy semejante al que podrían dirimir, en la lucha por el Óscar, una superproducción hollywoodense -ellos-, con una película independiente, de bajo presupuesto, casi casera -nosotros-. No había color. 

Además, cuando llegué se acababa de lesionar Sergio Álvarez. Luego caería Guerrero. El partido era intenso y muy parecido a tantos de los que juega nuestro equipo. Los rivales llevaban a los nuestros de un lado a otro sin permitirles apenas tocar el balón. Un ejercicio abusivo de dominio y posesión. Aunque, eso sí, sin hacer sangre. Cuéllar vivía tranquilo. Las líneas defensivas continuaban de pie. De todas formas, para aliviar la angustia de un dominio tan continuo y aplastante, de vez en cuando miraba por el ventanal. Atardecía y unos chiquillos jugaban con una canasta que habían colgado en una farola. Al volver la vista al televisor, seguía el cero a cero. También me perdía a veces en el platillo de los frutos secos que me habían puesto para acompañar la cerveza. Al levantar la vista, todavía cero a cero.  

Fue después de una de esta breves ausencias cuando, a alzar de nuevo la mirada, vi a Jony en la izquierda del área colchonera, con el balón controlado. Vi cómo daba un pase atrás, más o menos al punto de penalti, y cómo aparecía en ese lugar Halilovic. Vi cómo este golpeaba la pelota al lado contrario al que se había comenzado a desplazar Oblak... Era un gol seguro. Ocurre, sin embargo, que estos equipos poderosos suelen escoger, para el papel de portero, a grandes artistas, a actores consumados, expertísimos y brillantes. Estiró Oblak una mano prodigiosa y evitó lo que a nosotros nos había parecido, hasta el último instante, un gol cierto y verdadero. 

Luego, otra vez la misma canción. Y así fueron pasando los minutos.

Y con el paso de estos, fuimos nosotros sosegándonos. Porque si bien era cierto que el Atleti dominaba sin contestación, no había logrado ni una sola ocasión clara de gol. En todo el partido solo alcanzaría -además de la del gol, que no sé si se puede considerar como tal-, una doble situación de verdadero peligro, solucionada por Cuéllar con un par de actuaciones muy aparentes. El Sporting, en cambio, consiguió otra más, en un tiro magnífico remitido por Jony, desde fuera del área, y con dirección a la escuadra derecha de Oblak, s/n. También parecía gol, pero de nuevo lo evitó ese portero, sobrio y elegante, discípulo aventajado del Actors Studio. 

Y ya no hubo más. Por esa razón llegamos tan serenos al final, sin necesidad de mirar por la ventana o ensimismarnos en el platillo de los frutos secos. No contábamos con el galán escurridizo de Griezman, con su bigotillo a lo Errol Flynn, en el papel de pillo carterista. Solo quedaba un minuto y ese punto que ya nos estaba sabiendo a gloria se esfumó. Se perdió como se pierden las lágrimas en la lluvia.

No nos pareció justo. Salimos del bar dolidos. Para curarnos un poco la herida, íbamos lamiéndonosla, diciéndonos que en los partidos del Sporting, esta temporada, las cosas importantes suceden cuando parece que ya no puede pasar nada, y que lo que hoy había sido pérdida u derrota, otros días había sido alegría y ganancia; que, al fin y al cabo, solo había sido un punto... Así íbamos consolándonos, por las calles vacías -¿dónde estarían los aficionados del Atleti?-.


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