domingo, 4 de octubre de 2015

Una alegría inesperada

Espanyol  1 -   Sporting  2

Ser un aficionado de un equipo de fútbol es vivir atado al vagón de una montaña rusa, un sube y baja permanente. Estar condenado a transitar entre la euforia y el desconsuelo, la esperanza y el abatimiento.

John Carlin, El córner inglés

Así si sigue uno al Sporting. Así si uno es un hincha sportinguista. A lo largo de cada partido nos es dado vivir multitud de sensaciones, algunas dulces, otras amargas. El sentimiento final, sin embargo, queda marcado a fuego por el resultado. De poco nos sirve a los seguidores que los nuestros hayan jugado bien si, cuando el árbitro decide que ya es hora de que todos nos vayamos para casa, el equipo ha perdido. Fueron amargos los finales contra el Valencia -este especialmente amargo-, el Rayo o el Betis; nos sonó a gloria -armonioso y delicado- el pitido final contra el Madrid; fue feliz el de Coruña; e insustancial el de San Sebastián. Y muy feliz, especialmente feliz, este último de Barcelona, contra el Espanyol.

¿Quién nos lo iba a decir? Aunque acostumbro, durante los partidos, a tener fantasías, algunas de ellas francamente exageradas, en las que veo a mi equipo levantar un resultado adverso o incluso muy adverso, lo de la tarde de ayer no estaba a alcance de mi imaginación. Había comenzado ya a alimentar la melancolía que arrastran consigo la mayoría de los empates, estaba considerando lo magro del botín y la pobreza de esos seis puntos en seis partidos, cuando de repente, lo que parecía un modo de alejar el balón, una manera como otra cualquiera de achicar agua, se transformó mágicamente en una asistencia perfecta. Un pase que dejó a Álex Menéndez solo frente al portero contrario, al que batió con seguridad, con un disparo que se pareció mucho a una cuchillada limpia y mortal. Gritamos ese gol con tanta alegría, con una voz tan ronca, que mi suegra, en el salón, creyó por un momento que estábamos infartándonos. Es lo que tienen las alegrías inesperadas. Te dejan tan feliz que no te importaría morir así.

-Pues tú juega con esas cosas, que no serías el primero al que le da un soponcio por esa tontería del fútbol- me recriminó mi suegra.

Le contesté con una sonrisa amorosa. Noté que no me importaba que estuviese pasando una larga temporada en casa.


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