domingo, 13 de septiembre de 2015

El ejecutor

Sporting 0 - Valencia 1

El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado.
J. L. Borges  

Esta crónica -la crónica de un hincha sentimental y solitario, no lo olvidemos- debe comenzar, como algunas novelas modernas, por la última jugada del partido. En la penúltima, justo cuando se contaba el primer minuto del descuento -esa propina que se les concede a todos los partidos, un breve tiempo de calderilla con el que algunos comienzan a cimentar su riqueza-, un joven jugador sin rasgo particular alguno, un muchacho como tantos -ni alto ni bajo, ni fuerte ni débil-, un muchacho común y corriente, acababa de embocar de cabeza un gol en la portería de nuestro equipo. 

Solo quedaba tiempo para bajar los brazos e irse para el vestuario. Pues no fue así. El Sporting, un equipo al que le cuesta un mundo hilvanar una jugada de ataque, aprovechó las cenizas de un partido que ya estaba extinguido para montar un ataque sensato, bien llevado, de caligrafía limpia y clara, y consiguió, justo cuando el árbitro llenaba de aire sus carrillos para pitar el final del partido, un último disparo contra la portería del Valencia. Una volea que..., ¡oh crueldad divina!, rechazó un portero que, cuando se lo exigieron, respondió con agilidad y un entusiasmo encomiable. Expulsó el aire almacenado en sus carrillos el réferi o referí -qué bonito anglicismo, anticuado y esdrújulo o agudo, al gusto- y los jugadres de la casaca blanca y un murciélago en el escudo se abrazaron felices, como si acabasesn de ganar algún título. Ese gesto, pienso yo que a los sportinguistas tiene que confortarnos. Va a ser muy difícil ganarle al Sporting en El Molinón. El que lo quiera conseguir, tendrá que sudar sangre. El Madrid que un par de horas antes había vencido 0-6 al Espanyol en Barcelona, en El Molinón no había podido decir, tres semanas antes, esta boca es mía. Al Ronaldo de los cinco goles de Cornellà, en El Molinón no le habían dejado decir ni pío.

El partido se pareció bastante a aquel del Madrid. El Valencia es un equipo poderoso, con jugadores atléticos, llenos de talento y muy bien plantados en el campo. Sin embargo, todas esas virtudes solo le sirvieron para dominar el partido en algunas fases y coser algunas oprotunidades, que no aprovecharon por falta de puntería y por el indesmayable esfuerzo de los jugadores de Abelardo. Lo que diferenció este encuentro del del Madrid fue que, en esta ocasión, el Sporting también supo contestar con alguna bofetada que, desgraciadamente, se perdió en el aire. A veces por falta de tino, a veces porque el portero, un tal Jaume, supo estar en su sitio muy responsablemente. Y, claro, ese muchacho de apariencia corriente.

Para ver el partido elegí esta vez un café que hay muy cerca de casa, justo enfrente del cuartel de la Guardia Civil. Dominan en él los colores verdes, tanto por la iluminación y algunos adornos, como por los uniformes de la clientela, básicamente números de la Benemérita. Se llama Green Café. También son asiduos algunos abuelos del barrio, que mantienen donosas charlas con las camareras. Apenas había nadie. Solo dos guardias que estaban hablando del escalafón. Del partido no se ocupaba nadie. Así que me senté frente al telvisor más grande -en este establecimiento también tienen tres televisores, estratégicametne colocados-, y pedí una cerveza. 

Me gustó la alineación, con el angelical Halilovic entre los titulares, y también con Pablo Pérez, que es una debilidad nuestra. 

La cosa comenzó bien. Igualada. Luego ya dominó el Valencia, faltaría más, pero con poca puntería. Esto se mantuvo así hasta la media hora de la segunda parte. Entonces el partido se puso precioso. El Sporting decidió ir a por la victoria y dibujó tres o cuatro jugadas de mucho peligro que se emborronaron a final. 

Me lo pasé bien, aunque llevaba un rato con la mosca detrás de la oreja. Detrás y delante, de la oreja y de la nariz, pues estoy hablando tanto de una mosca real, que se encaprichó conmigo, como de una mosca simbólica, porque hacía un ratito que Paco Alcácer, ese jugador con pinta de muchacho común y corriente, circulaba por el campo. A la mosca la espantaba cada rato con grandes manotazos, pero con Alcácer no podía hacer nada. Aperantemente, es un jugador vulgar al que no se le aprecia cualidad notable alguna. Sin embargo, se trata de esa clase de jugadores que han nacido para vivir en el área contraria e hincharse a marcar goles. Ese es su hábitat y eso es lo que mejor sabe hacer. Es, no hay duda alguna, un ejecutor. Lo sabe él y lo saben los contrarios. De manera que cuando en ese fatídico minuto, el primero del descuento, el balón voló sobre el área del Sporting y se pudo ver que Alcácer estaba allí, todos supimos lo que iba a suceder de un modo inevitable. En ese breve instante, el porvenir se dibujó tan irrevocable como el pasado.



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