lunes, 24 de agosto de 2015

Homérico

Sporting  0  Real Madrid  0



El Molinón no es cualquier cosa. El Sporting cuenta con su estadio y con su hinchada para arrancar algunos puntos que quizá no pueda alcanzar con su juego.

Santiago Segurola 
 
Marca, lunes 24 de agosto 2015

Ante partidos de este calibre suelo ser pesimista. La última vez que el Sporting regresó a Primera recibió, en las primeras jornadas, grandes goleadas. Sin embargo, en esta ocasión había algo que me decía que no era inevitale salir goleado ante el equipo de Cristiano, Bale, Isco, Modric, etc, etc. Sentía cierto optimismo. ¿Quién nos iba a decir, hace apenas un año, que íbamos a ascender? ¿Quién que solo perderíamos dos partidos en toda la temporada? ¿Quién que venceríamos en el último partido en el Villamarín y que el Lugo le empataría al Girona? -bueno, esta última pregunta mejor la apartamos disimuladamente a un lado-. Nadie se lo había imaginado. De modo que si entonces el equipo pudo sorprendernos de esa manera, ¿por qué no iba a seguir haciéndolo?

Vi el partido en el irlandés que hay al lado de casa. Es un bar oscuro, lleno de referencias a la isla esmeralda, todas compradas en un almacén chino. Pero es amplio y tiene tres o cuatro televisiones, estratégicamente colocadas. Me senté, solo, cerca de la pantalla grande. Por el wasap, me mandaba Nacho fotos del ambiente fuera de El Molinón. Ana y él también iban a verlo en un bar, frente a un televisor semejante al que yo tenía tan cerca. Fuera de El Molinón, pero no lejos, pues lo iban a hacer en uno de los bares que hay en los bajos del estadio. 

Lo vi, y es raro, con gran tranquilidad. Normalmente sigo los encuentros con gran nerviosismo y esperando en cada jugada del contrario el desastre de un gol en contra. Sin embargo, el comienzo fue esperanzador. El Sporting comenzó a jugar como la temporada pasada: como si le fuese la vida en ello. El Madrid, salvo algún aviso, parecía intrascendente. Además, al cuarto de hora, apareció por el bar un conocido, con sus dos hijos mellizos. Él es inspector de hacienda y su dos hijos dos educadísimos eruditos del fútbol nacional e internacional. Él, del Atleti; ellos, del Madrid. Fuimos comentando el partido. Les llamó mucho la atención Luis Hernández y sus saques de banda, esos saques que parecen hechos con una catapulta, con un delicioso sabor a fútbol británico y antiguo. Me hicieron compañía y evitaron que gritase gruesas palabras cuando el árbitro no concedió como gol el cabezazo admirable de Sanabria -que, efectivamente, no traspasó la línes de meta, por un dedo, pero que nos favoreció porque, como el árbitro no debía de estar muy seguro de haber acertado, en la jugada siguiente evitó señalar un penalty clarísimo de Sergio Álvarez a Cristiano-. Y así, sin más sobresaltos, terminó la primera parte. El gran Madrid, el lujoso Madrid, no podía con nosotros.

Luego llegaron Pablo y Ana. No les gusta el fútbol y ven esta afición nuestra como una manía a la que procuran no hacerle ningún caso. Pero en esta ocasión logré convencerlos para que me acompañasen un rato. Podríamos cenar juntos, les dije. Y aceptaron. Pedimos unos bocadillos y comenzó la segunda parte. Menos mal que estaban conmigo. Se mostraron muy atentos. Me acompañaron en los peores momentos, como si también a ellos les importase algo lo que pasaba en la pantalla. Porque esa segunda parte fue un asedio en toda regla. Un desordenado pero desatado Madrid contra un Sporting conmovedor, cansado pero firme, contra la pared del área pero ordenado y solidario. En ocasiones, y por eso también me gustó el partido, me recordó a los partidos que jugábamos de críos en el patio del colegio. Partidos homéricos. Todos persiguiendo con afán infantil un único balón, que quedaba enredado entre una maraña indescifrable de piernas... Al final, me salió el pesimista que llevo dentro y le dije a Pablo que íbamos a perder, por uno a cero, que el Madrid marcaría en el último minuto del partido. En el último minuto de lo que hoy se llama tiempo añadido.

-Los dioses son crueles, papá- me contestó mi hijo.

Pero en esta ocasión se distrajeron. Casi sin darme cuenta, el árbitro pitó el final y, aunque en el bar cortaron el sonido y pusieron en su lugar una melodía irlandesa, pude imaginarme el rugido satisfecho y aliviado de El Molinón. Me despedí con cortesía británica -como los saques de banda de Luis Hernández- de los hijos de mi conocido -al que no le pregunté por las deudas del Sporting- y pensé: "Hemos vuelto. Y no va a ser fácil que nos devuelvan a Segunda, cagunrrrrros".

Luego me llevaron a dar un paseo nocturno Ana y Pablo, para que oxigenase y me bajase la adrenalina.




Foto enviada por wasap por Nacho Matías


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